Uno de los
síntomas más relevantes de nuestra contemporaneidad es, sin duda, el fenómeno
de la violencia. Ella se acrecienta día a día, pulula por doquier y, aún sin
ejecutarse, se hace presente como una sombra que amenaza la vida cotidiana de
nuestra existencia. Respiramos un aire violento, la violencia callejera, la
doméstica, la de las noticias que trasmiten los medios, la de los medios, la
política con su gusto por enfrentar, la social, la escolar, la juvenil la
criminal, la de las guerras, la terrorista, etc.
Es importante
recalar que la exacerbación de los derechos individuales llevaría más bien al
no respeto por los del otro.
Quizás tal
requisito nos permita pensar en la violencia” posmoderna”, llamo así a aquella
que se infiltra dondequiera como violencia ubicua que prefigura al mundo mismo.
Tal imperio también se manifiesta en que ella no emerge como medio para otros
fines –que irían por ejemplo desde ganar una guerra y ser fiel a una nación,
hasta obtener un bien como en el robo– sino que ella estalla a veces careciendo
de estrategia, permitiendo dicho corriente de “la violencia por la violencia
misma”. Es que esta violencia suele navegar en el sin sentido, en la medida en
que está desprovista de marcos que podrían imaginariamente otorgarle una razón,
ella prolifera habitualmente huérfana de ideología y en el plano delictivo sin
código. Desprovista de los encuadres que, en cierta forma la acotarían,
desmadrada de fines, su irrupción intempestiva no tiene cauce.
“El Otro que no
existe” puede muy bien vincularse con la muerte de Dios, anunciada por
Nietzsche. Pero: ¿Qué significa esta muerte? Cabe interrogarse sobre las implicancias de la
devaluación de un valor y considerar que con demasiada rapidez asimilamos este
proceso a una destrucción física, a una simple desaparición.
“El Otro no
existe” es una falacia ya que sin el otro no podemos construirnos como sujetos.
Lo que caracteriza al sujeto es que es un ser de necesidades que sólo se
satisfacen socialmente, en relaciones que lo determinan. El sujeto es producido
en una praxis. No hay en él nada que no sea la resultante de la interrelación
entre individuos, grupos y clases.
Una vieja ontología
cosista guía nuestra mirada, impone aquí de nuevo su ancestral perspectiva. Sin
embargo, el valor devaluado continúa existiendo, se sostiene impertérrito
dentro del círculo de visibilidad, hasta es invocado con más frecuencia e
intensidad...sólo que ya no vale, es decir, se revela incapaz de galvanizar las
energías humanas, incapaz de ordenar, en el doble sentido de mandar y de
estructurar un orden.
Vayamos al
cinismo de esta época, para comprobar también su diferencia con el antiguo. El
cínico posmoderno tampoco cree en las máscaras sociales, sabe que detrás de
ellas no hay nada más que la búsqueda de dinero, poder, fama, pero, en las antípodas
de Diógenes, las utiliza a sus anchas con fines totalmente utilitarios. El
cínico no se retira del mundo como el de otrora, se adapta a un mundo hecho de
ficción donde solo importa el provecho personal y se hace uso de los valores
sociales como meros disfraces instrumentales.
El cinismo
posmoderno se vincula con la idea de que ese semblante no apunta ya a ningún
real, y lo que vale es su lugar como valor de cambio. Como si el valor de uso
hubiese sido desterrado por completo. La expropiación de lo real del semblante
trae consigo la disolución de la diferencia, la extinción de la alteridad, la
no identidad.
Este fenómeno ha sido magníficamente expresado en
el tango "Cambalache". Así invocamos constantemente la justicia,
el bien, la belleza, la verdad, la unidad, el ser, pero nuestras actitudes y
conductas no se orientan ya por ellos. El hiato que se genera entre el valor y la
conducta cuando ambos se separan, es la esencia de la corrupción y esa
distancia es la generadora de la incredulidad respecto al valor mismo, un valor
que ha devenido en este sentido, un puro semblante.
“El Otro que no
existe” genera entonces, subjetividades cínicas, no incautas, desengañadas, el
Otro no es tanto el lugar donde una verdad puede emitirse, ya que lo que lo
anima es un goce que provoca siempre desconfianza. La incredulidad relativa al
valor de la palabra, corre paralela a la certeza respecto a lo que hay “detrás”
de esa palabra. Así, la misma paranoia social montada como defensa frente a la
violencia termina alimentándola. Asistimos a un momento en el que los otros
pueden transformarse súbitamente en enemigos, porque son potenciales
adversarios, cualquier indicio basta para generar sospechas, la inseguridad de
la que todos hablan está montada en la seguridad en un mundo habitado por
intenciones malévolas. Claro que algunas veces el mal radique, al decir de
Hegel, en la misma mirada que ve siempre el mal.
El paranoico no
cree en algo diferente a su yo, ya que para que exista creencia es preciso que
también exista división subjetiva, es decir, que el yo admita un orden que lo traspasa.
Entonces, podemos pensar que la incredulidad contemporánea es paralela a la
égida del yo como punto de referencia de los acontecimientos. No hay creencia
sino certeza relativa a la malignidad de los otros.
La incredulidad
posmoderna, puede darse la mano con el fundamentalismo más extremo, como aquel donde anida la violencia.
*Inspirado en lecturas de Pichón Riviêre y Silvia
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